miércoles, 7 de julio de 2010

El espejismo del debate electoral

Desde que Richard Nixon y Jhon F. Kennedy abrieron la era del debate televisado, con cuatro rounds en vivo antes de las presidenciales de 1960, mucho se ha discutido sobre la relevancia de este procedimiento de comunicación política.

En Estados Unidos, donde la contienda se resuelve entre republicanos y demócratas desde el siglo antepasado, el debate resulta clave. Pero en países donde los partidos han sucumbido con el desprestigio de la clase política, su valor se relativiza.

Aquí, por ejemplo, el voto ideológico ha pasado a la historia. Y el debate, que en teoría debe servir para difundir propuestas de gobierno, se convierte en un “reality” más, en cuyo contexto la lectura se resume en una pregunta: “¿Quién ganó a quién?”

“En realidad, el debate no lo gana nadie; alguien lo pierde”, explica Ismael Crespo, doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de la Escuela Electoral y de Gobernabilidad del Jurado Nacional de Elecciones.

En 1960, Nixon y su barba crecida cayeron por puntos ante un JFK de make up y sonrisa relajada. Desde el primer ensayo, quedó establecido que el debate en la pantalla chica no es solo cruce de ideas sino, sobre todo, cuestión de imagen.

En su artículo “Zamba canuta”, Augusto Álvarez Rodrich exige hoy “institucionalizar los debates como hitos obligatorios en todo proceso electoral, pues son las oportunidades en las que el formato induce al postulante a hacer un esfuerzo por ordenar las iniciativas que eventualmente pondría en marcha si ganara la elección.”

Tiene razón. Pero hay factores que juegan en contra de la posibilidad de institucionalizar este procedimiento. Por citar un caso, los estrategas de campaña sugieren que el candidato que va adelante en las encuestas nunca debe aceptar un debate.

Por otro lado, convendría preguntarse si la población está realmente interesada en escuchar a los candidatos en un debate con altura, o si preferirían verlos en un concurso de baile, tipo “El Gran Chongo” de la urraca Magaly Medina.

La revelación que recoge “Zamba canuta” sobre un equipo trabajando en perfiles bamba para hacer guerra sucia en Facebook, es otro un indicador de que muchos de los competidores se concentrarán en campañas veneno y no en propuestas.

A estas alturas, nada se pierde recordando a los candidatos que la comunicación electoral realmente estratégica tiene cuatro objetivos serios: reforzar a los convencidos, convencer a los indecisos, activar a los indiferentes y desmovilizar a los contrarios. De modo que, desde mi punto de vista, nada está dicho todavía en la carrera por el sillón municipal de Lima.

lunes, 5 de julio de 2010

Cinco razones para creer en Uruguay

Por motivos de tiempo y emoción, este mensaje tiene un solo párrafo. ¡Fuerza, Uruguay! Razón 1. El fútbol no tiene lógica, aunque por lo general ganan los mejores… ¡ Y Uruguay es mejor que Holanda! Razón 2. Uruguay es la última carta de Sudamérica y si –como dice Silvio– no creyera en la esperanza, ¿qué cosa fuera la masa sin cantera? Razón 3. La historia se respeta. Mañana, solo un campeón mundial saltará a la cancha: ¡Uruguay! Razón 4. La garra charrúa aflorará en la medida exacta para exprimir la naranja hasta la última gota. Razón 5. El liderazgo de Forlán, que cree en su equipo tanto como su equipo cree en él. ¡Vamos, Uruguay!

sábado, 3 de julio de 2010

¿Por qué no puedo celebrar este triunfo?

Cuando la política cierra los ojos para pasar de largo frente a la ética, el deporte tendría que abrir los brazos a la decencia. Hemos perdido toda esperanza de que el sistema se autorregule: la corrupción es moneda corriente, el trato bajo la mesa arregla hojas de vida. Todo se compra, todo se vende. Y, entonces, la pendejada se alza como medida de la habilidad para sobrevivir sin problemas bajo el imperio de la ley del menor esfuerzo.

¿Si ayer aplaudí la victoria de Uruguay? Por supuesto. Durante 89 minutos y medio, no solo yo sino toda la gente que conozco de cerca vivió enfundada en una camiseta celeste.

En algo estamos de acuerdo: el triunfo de Sudamérica en el waka-waka es un tipo de chorreo simbólico que baña por igual a todos los aficionados de esta parte del mundo. Sobre el césped, el sueño de Bolívar se cristaliza sin discursos de pacotilla.

Pero esa mano de Suárez en el instante final del partido contra Ghana me ha separado un poquito del resto de una hinchada que solo quiere sopesar resultados.

El fútbol es deporte. Y el deporte es honestidad, al menos en teoría. Me alegra la clasificación uruguaya a la semifinal de Sudáfrica. Sin embargo, esto que siento no se define como felicidad futbolística. Como en una moneda que gira en el aire a velocidad para asignar suerte y destino, esto que siento ahora es la cara inversa de lo que pensé cuando Francia eliminó a Irlanda con una ilegal mano de Henry.

Si en el fútbol dejan de contar el respeto por el rival, el fair-play, la caballerosidad, el trabajo en equipo, entonces sería mejor que juguemos play-station. Y sucumbamos sin queja ni crítica al escupitajo de los CR7, a los desplantes de tipos como Raimond Doménech.

Ayer hemos aplaudido cada penal convertido por los charrúas. Y hemos celebrado, sobre todo, la calidad del “Loco” Abreu para marcar de cucharita con 350 millones de aficionados haciéndole barra desde cada rincón del continente. Pero hay algo que no me deja dar rienda suelta a esta alegría sudamericana, que de verdad merece una nueva oportunidad.